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Qué farragoso esto del progreso
EXPRESO - 24.01.2011
Ana Bustabad Alonso, periodista
Lo pensaba hace un par de días, mientras cenaba media pizza revenida en el aeropuerto de Barajas, en esa T4 preciosa, pero nefasta por el tiempo que hace perder a los viajeros…
Qué farragoso resulta a veces esto de viajar. O, mejor dicho, cuántas energías y recursos gastamos los seres humanos en comunicarnos, qué necesidad de compensar con burocracias las facilidades que la naturaleza nos ha negado.
Lo pensaba hace un par de días, mientras cenaba media pizza revenida en el aeropuerto de Barajas, en esa T4 preciosa, pero nefasta por el tiempo que hace perder a los viajeros.
Media hora en colas de facturación, controles o recogida de equipaje, en el mejor de los casos; otra media hasta la puerta de embarque; y media más del finger a la pista, de dos horas no te libras ni por casualidad.
Contemplando la inmensidad del edificio me entró una especie de pereza intranquila, y añoré aquel aeropuerto pequeñito de Canaima, en la selva venezolana, poco más que cuatro pilares y un techado para dar sombra, donde los perros duermen la siesta tranquilos al pie de los aviones, y sólo se levantan cuando el despegue es inminente.
Cómo se complica el ser humano para conseguir algo que las aves hacen naturalmente. O, visto al revés, qué tenacidad y qué inteligencia, lograr a purito huevo lo que nos ha negado el Creador.
Lo mismo pensaba hace justo un mes, cuando iba en mi pequeño Peugeot caminito de Santander. Al atravesar esos inmensos túneles de la autovía que une la meseta castellana con el mar; con sus hormigones a toneladas, sus sistemas de emergencia impecables, sus luces de última generación.
Intentaba yo calcular la de horas de estudio que habría costado a unos señores para llegar a ser ingenieros, a otros para aprender a instalar el sistema eléctrico… Que el túnel queda fenomenal, equilibrado, útil y seguro, pero las lombrices, o las hormigas o los topos hacen otro tanto ayudándose sólo de sus patitas y sus mandíbulas.
En fin, disculpen. Es sólo un desbarre. Recurrente, eso sí. Que al final no sé si quedarme con el desmesurado derroche o llenarme de orgullo por la raza humana.
De lo único que estoy segura es de que el resultado casi siempre merece la pena. Sobre todo, cuando al final del túnel o a la llegada a la terminal te espera el mejor paisaje, o los mejores amigos.
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