Un viaje insensato

EXPRESO - 10.07.2010

Ana Bustabad, periodista

El equipaje es exiguo: bikinis, chanclas brasileñas, dos o tres vestidos ligeros, protector solar y toneladas de crema hidratante para después del sol…

Ya me lo decía mi madre: ‘No me parece sensato que hagas un viaje de nueve horas sólo para descansar. Sol y playa hay en todas partes’.

¿Nueve horas? Eso, sin contar las otras siete que he invertido en trenes de alta velocidad, metros y autocares para llegar hasta aquí. Y todo ha merecido la pena.
Pero, claro, mi madre nunca ha estado en el Caribe. Es decir, nunca ha dedicado una semana a gandulear en uno de estos maravillosos resorts de playa con todo incluido. Sus vacaciones siempre son exóticas, irreprochablemente culturales. ‘Con todo lo que hay que ver’.
Que no digo que no. Pero cuando se lleva todo el año esperando por una semana de calorcito, piña colada y tumbona hay que intentar darle gusto al cuerpo. Y el mío pide Caribe. Arena que parece azúcar, olas de agua templada color larimar, noches sin chaqueta.
Lo mismo han debido de pensar la mitad de los recién casados españoles, a juzgar por la pinta de mis compañeros de vuelo. Recién pelados ellos; sus jovencísimas mujeres: tipo estupendo, moreno de solárium, manicura y pedicura francesa y cabello largo. Maletas a juego, insultantemente nuevas. Tanto, que tengo que empujar a la mía porque le da vergüenza dejarse caer en la cinta de facturación del aeropuerto.
De todas formas, el equipaje es exiguo: bikinis, chanclas brasileñas, dos o tres vestidos ligeros, protector solar y toneladas de crema hidratante para después del sol. Por fin llego al paraíso. Esa palabra tan denostada, la única que define el lugar exacto, personal e intransferible donde se quiere estar. Y yo quiero estar aquí.
Me levanto cuando despierto, que parece un perogrullo, pero no. Desayuno tres o cuatro vasos de piña natural recién exprimida, o de mango, que acabo de descubrir que me encanta. Y camino despacio por la arena blanca, arrastrando una tumbona solitaria hasta que las olas me salpican los pies.
Lo mejor de todo es dejarse flotar en esta agua incolora, transparente. El cuerpo muerto, completamente relajado. Escuchando las olas a través del filtro líquido que me tapona los oídos, la cara sumergida hasta las sienes, como cuando madrina me enseñaba a nadar, allá en Laxás. Sólo que, a diferencia de las playas gallegas de mi infancia, aquí puedes entrar y salir mil veces del agua sin respingos.
El sol calienta tanto que no son suficientes las sombras de los cocoteros. Las parejas caminan de la mano por la orilla. Parece que se movieran a ritmo de bachata. Cadenciosa, lentamente. Aquí las horas pasan despacio, el tiempo establece sus propias reglas.
‘¿Y no te aburres una semana entera sin salir del hotel?’ No sólo no me aburro, sino que me lo estoy pasando de cine. Eso que ni siquiera conozco la mitad de los servicios del todo incluido. Hasta el cuarto día no me enteré de que había pizzería, discoteca y casino; escapo sistemáticamente de la música que acompaña a todas partes al equipo de animación y todavía no he encendido la tele más que para ver los partidos de España en el Mundial de fútbol.
Claro que me he traído media maleta cargada de novelas policíacas, best sellers de fácil digestión y buena literatura para cuando atardece y me quedo sola en la playa, con el recogedor de hamacas y alguna parejita haciéndose arrumacos, a lo lejos.
Como he descubierto que soy antisocial, las únicas personas con las que hablo sin necesidad de pedir piña colada son Pilar y Pedro, una pareja de sevillanos encantadores que están de vacaciones con su hijo. El resto del día lo paso en silencio, disfrutando del sonido de las olas y de este calor húmedo que te deja la piel tan suave.
Suficiente para que me tilden de bicho raro. Desde mis compañeros de viaje hasta el vendedor de baratijas, pasando por diez o doce camareros, todos me hacen la misma pregunta: ‘¿Estás sola?’
Tres o cuatro días son suficientes para diluirme en el paisaje del hotel, y mi presencia solitaria asciende de digna de conmiseración a glamourosa: ‘Mira, como esa escritora famosa que viene todos los años’.
Así que mientras gasto las tres o cuatro vidas que me faltan para convertirme en una escritora famosa, aquí me tienen. Conectándome al mundo desde la terracita de mi suite Club Premium en el Barceló Punta Cana, viendo cómo amanece entre los cocoteros y respondiendo a todas las dudas de mi madre, para que le quede claro. A ver si la próxima vez se anima a hacer un viaje insensato, yo invito.
 

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